viernes, 15 de enero de 2021

Camino del Salvador

 

EL CAMINO DEL SALVADOR
Camino de Santiago

 

Siempre se dice, cuando buscas información sobre este corto, pero precioso camino que conecta las bonitas ciudades de León y Oviedo, y que une el Camino Francés con el Primitivo, que, «quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado, pero no a su Señor». Yo, esta vez, solo visité al Señor. La continuación, desde Oviedo hasta Santiago de Compostela por el Camino Primitivo, lo dejaría para el año siguiente, como así pensé al acabar este, abducido todo mi ser por la magia de este ancestral trazado. 


Este tramo, de unos 125 kilómetros entre León y Oviedo, lo elegí por el mero hecho de querer estar cuatro o cinco días en soledad, andado de un sitio a otro con mi querida mochila a la espalda, en la naturaleza y sin mucha dificultad en cuanto a terreno técnico (yo soy de montañas, incluso, hasta hay gente que osa llamarme montañero).


Busqué información de todo tipo de rutas, por montañas, por la costa, por valles o llanos, senderos marcados o no, GR o PR, me daba igual, quería encontrar un lugar donde perderme tranquilo, sin pasar miedo en cuanto a terrenos complicados como los que ofrece siempre subir a cualquier cumbre, y sin más, fui a parar a ese mapa de la península Ibérica que ahora tanto he visitado y que muestra un sinfín de líneas de colores, casi todas ellas con fin en Galicia, en Santiago de Compostela. Me llamó la atención mucho ese mapa. Parecía un trozo de cuerpo humano lleno en su interior de ramificaciones o terminaciones nerviosas. ¿Cómo era posible tanto tramo señalizado? Inimaginables caminos que estaban ahí, llenos de historia, y de historias, ocultando altivo e implacable a las típicas e innumerables carreteras que serpentean toda España. Todos cuanto veía se me antojaban largos, demasiados días caminando y yo no disponía de tanto periodo vacacional. Solo hubo que fijarse un poco más para descubrir caminos más cortos. También cabía la posibilidad de hacer solo un tramo de otros más largos, pero yo quería monte, no altas montañas, y soledad, y todo esto me lo ofrecía este Camino, el del Salvador. En cuanto busqué algo de información sobre él, no lo dude.


Mucho menos conocido, mucho menos transitado. Y este hecho no es por otra razón que por las dos que paso a enumerar. Una, el final del trazado acaba en Oviedo y no en Santiago, por lo tanto, ese punto que todo el mundo busca con llegar a la Plaza del Obradoiro con la mochila colgada a la espalda, aquí no podría tenerlo.  Y ya sabemos, hoy día cuenta mucho el postureo. No es lo mismo decir «he hecho el Camino de Santiago hasta Santiago de Compostela», que decir, «he hecho el Camino del Salvador y he acabado en Oviedo». No vende igual. Para el ciudadano común, el que se rige por lo que les impone las costumbres, las modas y, al fin y al cabo, los medios, el del Salvador no cuenta; el otro, sin embargo, sí, ese es el que mola, da igual que sea menos espectacular, lo mandan los cánones sociales y a estos hay que hacerles caso, si no, te sales del tiesto, y eso no está muy bien visto. Y dos, su trazado es bastante montañoso. Para ir de una ciudad a otra no queda otra opción, si se va en línea recta, que atravesar la Cordillera Cantábrica. Por lo tanto, el recorrido tiene su aquel y la gente opta por otros con mucho menos desnivel. Yo en este caso busco lo contrario. Un poquito de gresca. Además, estoy acostumbrado a terrenos complicados en alta montaña, entonces aquí, por muchas cuestas que me fuese a encontrar, nunca serían como los desniveles infernales de las montañas que tan bien conocen mis piernas.

     Y yo, con mis rarezas y mis cosas de querer irme un poco al margen del pensamiento del resto, y contento por la decisión tomada, pongo rumbo a León.


Me voy solo. Mochila de treinta litros. Ropa cómoda, mis zapatillas Adidas de trail, y listo. Para mí, sin duda, el mejor calzado para este tipo de aventuras. Cero ampollas. Eso sí, las tengo domadas. De todas formas, cuando las compro y me las pongo para correr por la montaña, de la misma forma, jamás me han producido ampolla alguna ni el primer día. Ojo, digo zapatilla de trail, marcas hay muchas y yo he gastado de unas cuantas, Sportiva sobre todo, y funcionan de igual forma todas. Son cómodas y con buena suela. Esencial. Lo de las botas es algo que parece va tomando conciencia en el peregrino de hoy, porque no creo que haya una cosa peor para este menester. (Valga este párrafo como pequeño asesoramiento al iniciado peregrino)


PRIMER DÍA. (León-La Robla, 27 kms.)

Llego a León en mi coche y aparco en una zona que había visto en Google Maps antes de salir de casa. Está cerca del Parador, muy próximo a la Plaza de San Marcos desde donde comienza el Camino, mi Camino, y lugar donde se separa del Camino Francés. Mucho más alejada está la bonita Catedral de León, de esto me daría cuenta unos días más tarde. La estación de tren tampoco está lejos de donde dejo el coche ya que a la vuelta llegaré en este medio de transporte de nuevo a León.

     Antes de emprender mi marcha entro a comer algo a una cafetería. Es la una de la tarde y la distancia del primer día hasta La Robla es de veinticinco kilómetros. Voy con tiempo de sobra.

     Con la tripa llena, eso sí, sin estar empachado, salgo alegre en dirección al río. Será mi compañero de viaje un buen ratito. Llevo puesta una camiseta blanca que mis hijas se han encargado de pintar con dibujos y palabras de ánimo para su padre el andarín. La luzco con orgullo, por supuesto.

En León, justo antes de partir.
     El Camino en su primera parte me ofrece tranquilidad absoluta a pesar incluso del trozo que supone salir de la ciudad de León, si bien es verdad, esta parte es por sus afueras.

     El resto es principalmente por caminos en un continuo sube y baja sin ser nunca excesivo. En un bar bastante reducido en dimensiones, ya en la localidad de Carbajal de la Legua, a unos ocho kilómetros desde León, compro la credencial y obtengo mi primer sello del Camino del Salvador.

     Este Camino, al igual que pasa con cualquiera que finalice en Santiago de Compostela, siempre que los sellos en la credencial justifiquen que has caminado, por lo menos, los últimos cien kilómetros, vamos a decir que, premia al peregrino con un diploma por terminar «la gesta». En cualquiera de los que finalizan en Santiago este diploma es denominado «la Compostela», mientras que en el Camino del Salvador se hace llamar «La Salvadorana». No es que me muera por poner sellos cada día y por tener el susodicho diploma a mi llegada a Oviedo, pero sí hago uso de la credencial como hace todo peregrino y de esta forma también entro un poco en sintonía con lo que es andar por un Camino oficial. Ya dije que esta aventurilla la hice porque me cuadraron varias circunstancias en cuanto al recorrido, otra cosa es que me encontré con la sorpresa de que pertenece a la amplia red de Caminos de Santiago y, claro, tiene estas cosas.

       Los kilómetros van pasando y mis piernas van sintiendo el Camino, pero mucho menos que mi cabeza, que empieza, así, sin más, a sentir que hay algo especial en todo esto. No sabría decir bien qué es, pero me hace sentir a las mil maravillas. El trazado es complejo. Hay muchos y fuertes repechos, no muy largos, y muchas bajadas, no muy largas tampoco, pero que van haciendo mella en esta primera jornada. Veo mucho campo, algo de asfalto, algún pueblo y sobre todo, soledad. Perfecto. 

       

La llegada a la Robla se me ha hecho relativamente corta, pero llego algo cansado. He puesto un ritmo de caminar terriblemente alto sin llegar a correr en ningún momento. No he venido a eso. El albergue está al final del pueblo, a su salida, y nada más llegar lo encuentro abierto, pero nadie me atiende. Está vacío. Llamo por teléfono, como así indica un papel que hay en la zona de comedor, y la voz al otro lado me dice que me acomode y me duche sin problema. En la amplia habitación, en una de las muchas, ordenadas y limpias camas, hay enseres de otro peregrino, pero él no está. Tomo la cama más alejada de éste y me pego una buena ducha. Desde poco antes de entrar en La Robla la rodilla me ha empezado a molestar. No le presto mucha atención y salgo a dar una vuelta, que al final resulta ser bastante larga y aprovecho para cenar un pedazo de plato de huevos fritos con chorizo que resucitarían a un muerto. Pienso en la rodilla. No quiero que me fastidie la aventura. Además, es una parte de mi cuerpo que nunca me da guerra a pesar de la tralla que las doy. Espero que aquí se siga comportando igual. De vuelta al albergue, hablando con el alberguista, me dice que la otra persona que dormirá conmigo viene andando desde Viena. ¿ Desde Austria? O sea, ¡a tomar por culo! Me quedo perplejo a la par que maravillado y algo envidioso.

     Cuando estoy a punto de echarme a dormir llega el caminante oficial. Un tipo veterano en el asunto, solo hay que verle. Su indumentaria y modo de caminar así lo reflejan. Rondará los sesenta y cinco o setenta años, quizá menos, y es que a base de caminar, yo creo que el tiempo le haya tratado así de cruel, pero una vez se acerca hasta mí y me habla, se ve, en consonancia con su desparpajo al moverse, que es un tío lleno de vitalidad y salud. Hablamos poco, solo de dónde somos, de dónde venimos y a qué hora nos levantamos mañana. Al siguiente día y a horas más prudenciales le preguntaré por esa aventura que trae a cuestas. Sin conocerlo, lo admiro.

 

El cansancio hace mella. Me unto una pomada en la rodilla y me echo a dormir.

 

SEGUNDO DÍA. (La Robla-Poladura de la Tercia, 25 kms)

Me levanto muy temprano, pero para esa hora, no recuerdo exactamente cuál era, mi veterano compañero de albergue ya se ha marchado. Hoy el recorrido no presenta gran distancia, si bien, la última parte tiene una buena subida antes de la bajada final hasta Poladura de la Tercia.

       Hace un día muy bueno, con sol y no hace excesivo calor, además, la rodilla no me duele apenas. Nada más salir estoy deseando encontrar un lugar donde desayunar. El café mañanero no puede faltar en mi rutina diaria y tras unos kilómetros encuentro un pequeño bar donde hago buen acopio de unas tostadas con mermelada, aderezadas, como no, con uno, o dos, riquísimos cafés. Solos, por supuesto.

       Todo el camino lo voy pasando genial, la rodilla respeta y vuelve a ser la de siempre. No sé qué pasaría ayer. Cualquier movimiento extraño, quizá, del que ni siquiera fui consciente. No importaba ya. Iba como acostumbro a ir, sin muchos dolores en las piernas salvo los que te produce irremediablemente el cansancio.

 

Voy devorando kilómetros mientras me empapo de soledad. Algunos tramos asfaltados donde algún vehículo se encarga de trastocar mi letargo matinal, o pequeños pueblos que voy atravesando donde solo algún perro ladra a este otro personaje más con chepa de colores, son parte de las cosas que me hacen salir un poco de mi babia particular. Estoy empezando a sentir lo bonito de caminar, de caminar solo, con mi querida mochila a la espalda y por lugares que, sin ser remotos, hacen que me encuentre perdido, solo, libre. La sensación es excepcional a la par que enriquecedora. Voy entrando en completa sintonía con lo que es el Camino. Me va engullendo. No sé qué es realmente. Pero te va atrapando. Tampoco me he encontrado a nadie. A ningún peregrino, salvo al veterano caminante de anoche, nada más. Pero esas flechas amarillas indicando el itinerario, esas conchas repartidas por todo el trazado, unas veces en el suelo, otras en mojones, pintadas o de metal incrustadas en el mismo suelo, hacen de ti, sin saber cómo, alguien único, diferente, hacen de ti sin quererlo, eso que tanto he leído, eso que tanto gusta decir a quien se ha puesto una mochila a la espalda y ha seguido hasta Santiago el Camino de conchas, me voy sintiendo, sin duda alguna, un peregrino. Y te sientes participe de todo, de los pueblos, la gente, los albergues, el paisaje… del Camino. Y te sientes feliz. Piensas en el trazado. Comienzo, León. Final, Oviedo. Lo conseguiré. El Camino no es una prueba, no es una carrera. Pero todo el mundo lucha por llegar al final. Como conté al principio, lo normal es llegar a Santiago, pero en mi caso, esta vez, es a Oviedo. Y miro firme mi destino, aún en mi pensamiento. Nunca, antes, además, he estado en la capital astur. Tampoco había estado en León, aunque sí en su provincia. Así pues, de momento, me llevo del Camino haber conocido estas dos preciosas ciudades. Bueno, a día de hoy, solo León. Oviedo aún está por ver. Mi valoración mientras camino hacia Poladura no puede ser mejor y más positiva. El Camino me ha atrapado. La soledad, una vez más, como en otros viajes, me vuelve a hacer el tío más grande de la tierra. En este momento, nadie puede conmigo. Soy fuerte y el tío más afortunado. Es por seguro que este no será mi único Camino.

 

El paisaje rural, de monte bajo, pero cada vez más abrupto, es verde en su mayor parte. La naturaleza, eso que tanto busco y que en esta aventura no iba a ser menos, me está dando unas fotografías que me reconfortan constantemente y embriagan de lleno.

      

Mientras paso a paso desando camino pienso en que no puedo tardar mucho en adelantar a mi compañero de albergue. Al final de la subida más dura del día, en una piedra a orillas de la senda, mi amigo de barba larga blanca y fuertes piernas musculadas me saluda mientras hace buen acopio de un merecido bocado tras el desnivel salvado. Hay unas vistas preciosas desde esta altura, hacia el camino hecho y hacia la vertiente que queda por descubrir, y, de hecho, a partir de aquí es una de las zonas, si no la más, más bonitas de todo el Camino del Salvador.

       Enseguida entablamos conversación y esta no cesa hasta que juntos llegamos a Poladura de la Tercia. Esta vez sí, aproveché a que me deleitara con sus aventuras del recorrido que llevaba a sus espaldas. Escucharlo mientras narraba parte de sus pericias de camino por Europa no hacían más que envolverme un poco más cada vez en la magia del Camino de Santiago. ¡Cómo me gustaría imitarle! Menuda aventura atravesando Austria, Suiza, creo que Italia y Francia, para después, en España, y de este a oeste, caminar hasta Santiago de Compostela. Y este no era el único viaje de estas características que había realizado el devora kilómetros asturiano. El otro que más me llamó la atención y que había realizado hacía un tiempo ya, era el que inició en Roma y acabó también en Santiago. Ahí es nada. El de Cangas de Onís era todo un héroe. Un héroe en cuanto a saber vivir. Alguien que eligió hacerlo, haciendo lo que le gusta. Disfrutando. Viviendo. Como debe ser. Solo él, sus botas y su vieja mochila ataviada de parches de todas partes, y sobresaliendo sobre todos ellos uno rectangular de color azul con la Cruz de la Victoria amarilla en medio indicando la tierra que le vio crecer y que tanto ama como así me cuenta, son cuanto este famoso Señor de los Caminos (así lo comprobé en caminos venideros) necesita para ser lo que tanta falta hace en el ser humano, feliz.

Mi veterano compañero en el camino que nos llevará a Poladura de la Tercia.

Llegamos a un ritmo estupendo hasta Poladura y mientras él, después de tantos días de paliza, decide pasar la noche en una casa rural propiedad de unos amigos, yo opto por la barata opción del albergue. Una vez en el pueblo me acompaña a mi alojamiento el cual conocía perfectamente. Ya había hecho el camino del Salvador unas cuantas veces antes, incluso no solo este en sí, sino como añadido a otros, esta vez, por ejemplo, en la que, viniendo desde Francia por el Camino Francés, en León se ha desviado hacia Oviedo para llegar a Santiago por el Camino Primitivo, siendo estos dos mucho más bonitos, y mucho más duros también, que el Francés. Una vez subimos a la enorme habitación repleta de camas tipo literas y me agencio una, él se marcha a la casa rural la cual se encuentra a escasos cincuenta metros del albergue. Hoy mi alojamiento no es el pequeño, limpio y cuidado de La Robla, este es horrendo, feo, antiguo y descuidado, pero me cuesta cero euros y me ofrece una, no cómoda, ducha de agua caliente.

       Por la tarde tomé una cerveza en el pequeño bar de la casa rural y charlamos un poco más. Nunca más volví a ver a este curioso personaje del que, por más rabia que me dé, no recuerdo el nombre. Bonita aventura, experiencia y sentimientos vividos en el día de hoy.

 

TERCER DÍA (Poladura de la Tercia-Campomanes, 32kms)

Hoy la jornada presume ser un poquito más dura en cuanto a kilómetros. Desde ayer, y echando cuentas, ando pensando en si hacer todo el recorrido hasta Oviedo en cuatro o, como mucho, cinco días. Lo normal, o lo que suelen recomendar las guías, es hacerlo en seis días. Para mí en cinco es totalmente factible, pero en cuatro es muy probable también. No es que quiera ser el peregrino (a estas alturas ya casi me considero como tal) más veloz ni tampoco es que quiera demostrar a nadie nada, pero es verdad que estoy muy acostumbrado a hacer grandes cantidades de kilómetros y en terrenos bastantes más escarpados que este. Con lo cual, en primer lugar, la etapa recomendada para hoy se me antoja en excesivo corta. La opción de toda guía es acortar la misma dado el desnivel positivo a salvar, pero como acabo de decir, yo, al estar acostumbrado a estos menesteres, opto por alargarla bastante más a sabiendas de que los escasos quince kilómetros de los que consta ésta hasta llegar a Pajares me iban a dejar la mayor parte del día aburrido en el pueblo sin saber qué hacer. Me encanta disfrutar del descanso cuando se acaba la jornada. Esa ducha, dar una vuelta, charlar con quien sea, comer, etcétera, pero terminar el día en solo tres o cuatro horas me dejan todo el día sin hacer nada más, y Pajares, por bonito que sea, no es León donde poder pasar el día entero haciendo cosas. Quizá en otro momento sí. Pero hoy prefiero tiempo caminando que tiempo descansando.

 

Como he dicho, a pesar de que el trazado de hoy es el más abrupto, opto por alargar la etapa, por lo menos hasta Bendueños, donde tras caminar unos treinta kilómetros podré descansar en uno de los mejores albergues de todo el Camino, como así leo en un montón de sitios. Las fotos y los comentarios, tanto del lugar como de la atención recibida, son todos de grandes halagos y admiración absoluta. Y es que, ¿a quién no le gusta que una vez llegas a tu destino cansado, con los pies doloridos, envuelto en sudor, la espalda crujida por el peso de la mochila y con ganas de un buen plato de comida, que te reciban con una buena cama en un acogedor alojamiento y que además te traten a cuerpo de rey? Pues eso parecía que te ofrecía este bonito albergue. No lo pienso más. Ese será mi lugar para descansar tras la jornada de hoy. Llamo al Albergue de peregrinos Santuario de Bendueños y acuerdo con una amable voz femenina que me atiende que sobre, no recuerdo qué hora, estaría en un cruce de caminos donde me irían a buscar en coche para ir hasta el referido alojamiento. No es que me haga mucha gracia este extremo, pero bueno, parece que merecerá mucho la pena, y, además, la persona que me atiende derrocha simpatía y anima rápido a tomar la decisión.

 

Sobre las ocho de la mañana abandono mi destartalado alojamiento de Poladura y una pronunciada subida me recibe con los brazos abiertos. Esto será lo habitual en el día de hoy, parece ser. No he visto a mi veterano compañero de ayer y tengo la sensación de que aún no ha salido de su cómodo lecho de la bonita casa rural. Sospecho, mientras voy dejando atrás el pueblo, que nunca más le veré. Me da un poco de pena, ayer fue muy amena su compañía, aunque también me encanta disfrutar del camino en soledad. Solo unos pocos kilómetros después de dejar Poladura, llego a la Cruz del Salvador. Está clavada en mitad del campo, del monte, de la montaña, en medio de una subida. Es un emblema del Camino y me hago una foto como puedo con ella. El verde y las montañas, sin ser una gran cordillera, es media montaña, es cuanto me rodea. Me invade una paz sublime y me embriago hasta los huesos de esta naturaleza leonesa. En unos kilómetros estaré en Asturias. Más verde si cabe. Más disfrute. Atravieso campos en fuertes subidas con sus pronunciadas bajadas. Cojo caminos más anchos de tierra y otros mucho menos espaciosos, alguno solo son pequeños senderos casi invisibles ante la vegetación que lo abraza. Las altas hiervas lo tapan y solo el instinto te lleva a poner el pie entre la maleza sin perder el equilibrio y así, paso a paso, avanzar en este deambular peregrino en busca de un destino, en busca de sensaciones. Te revientas a disfrutar. Solo el caminar y, como no, la mochila siempre a la espalda con todo lo necesario para el día a día, me hace sentir a las mil maravillas. Pienso en cuánta gente no es capaz de disfrutar de momentos así. En cómo no se les ocurre buscar estas cosas que te llenan por dentro y te hacen sentir tan libre, tan en sintonía con el precioso entorno que te rodea. Debería ser asignatura obligatoria de la vida. Yo aquí sacaría matrícula de honor. Lo exprimo a base de bien. Lo vivo.

       Ahora mismo no sé si es la zona con más altitud del camino, estoy casi seguro de que sí, estoy cerca de los 1.600 metros de altitud, pero cuando alcanzo a ver desde la altura la carretera y las edificaciones del Puerto de Pajares, pienso en que he subido bastante desde el inicio de la etapa. También el terreno ha sido bastante montañoso. No abundaban los caminos, o estos, en su mayoría senderos, eran escasos y la mayor parte la pasabas medio campo a través, sin perdida, eso sí, pues las flechas amarillas están siempre al quite para solucionar cualquier percance en tu caminar. La bajada hasta el puerto es incómoda, pero muy agradecida. Hay que andar con ojo de no torcerte un tobillo, pero el resto solo vale para deleitarse con el verde paisaje. Hay mucho ganado y hay veces en que me desvío un poco del sendero para no pasar demasiado cerca de los astados. Estoy deseando llegar al Puerto donde espero encontrar una cafetería.

A falta de compañía peregrina, bueno es el ganado, siempre presente.

Por fin piso asfalto y cruzo la carretera que une León y Asturias y para mi sorpresa no hay casi nada abierto, de hecho, no había prácticamente ningún comercio. Creí que iba a encontrar una especie de puerto de Navacerrada o Portalet y me di de bruces con un lugar bastante desencantado a pesar del entorno que le rodeaba. Sin más salgo de ese lugar que me deja como si nada y enseguida atravieso una puerta de hierro en una rudimentaria valla metálica que hace a la vez de cercado bobino como de separación provincial. Estoy en Asturias y toca seguir bajando. En esta zona, de repente, la rodilla me empieza a hablar. No puede ser. El dolor es leve, pero temo, pensando en lo que me queda por delante, que este vaya a más. Me quedan bastantes kilómetros todavía, unos diecisiete, y además por un terreno no muy sencillo. La bajada desde el Puerto es muy pronunciada, ahora sí por un ancho camino muy bien trazado, pero que me obliga a clavar bien las piernas para no salir rodando cuesta abajo lo que hace a la vez que la rodilla se resienta a cada paso que doy.

       En un momento dado llego a un pequeño pueblo en el que me confundo al seguir las marcas roja y blanca de un GR creyendo que éstas imitaban al Camino del Salvador en esta parte. Tengo que desandar un buen tramo para volver a encontrar el camino correcto. De vuelta en el pueblo tengo que atravesar una finca, tal cual, con un gran perro ladrando incluido. Saco el móvil para leer si pone algo al respecto. No me cuadra nada lo de abrir una puerta que da acceso a una pequeña zona privada. Además, el pedazo perro que me ladra sin cesar no me deja sino con más dudas de si tener el valor de abrir la puerta y atravesarla. Enciendo hasta el GPS y mirándolo con detenimiento, creo no estar equivocado. También busco, aunque a la vista está que no, otro camino que rodee la finca. Es por aquí. No hay más. Pienso que el perro solo hace lo que tiene que hacer. Ladrar. Pero entiendo que, si este es el trazado oficial, el animal debe estar más que acostumbrado a ver pasar peregrinos a su lado, por lo menos, de una forma bastante habitual. Sigo sin ver a nadie. En todo el día. Con más miedo que vergüenza abro la puerta tan despacio que, las típicas y chirriantes puertas de las películas de terror, parecerían, al lado de ésta, la de un bar del lejano oeste atravesada por cualquier cuatrero. Una vez dentro la cierro tan despacio como la he abierto y el perro cesa en sus ladridos, se acerca a mí y me olisquea como diciendo, casi consigo que te cagues en los pantalones antes de darte la vuelta. Juraría que mientras me olía, el cabrón sonreía. Yo le lanzo palabras amables intentando hacerle la pelota lo mejor que sé con tal de que su boca siguiera cerrada a la par que sus colmillos ocultos. Cuando atravieso la siguiente puerta, al otro lado de la pequeña finca, respiro aliviado. Ahora el camino es muy estrecho y enrevesado. También solitario. Siempre solitario. La rodilla, después del estrés del perro, que parecía haberse ocultado tras el miedo, ha aparecido otra vez en forma de obligatoria cojera. Es el dolor suficientemente leve para notar que el apoyo de la pierna en cada paso no es el correcto. En un momento dado me paro y busco en el teléfono otro punto donde dormir intentando acortar la etapa, cada vez la cosa va a peor y el dolor empieza a ser más intenso. No veo otra forma posible de alojamiento y decido descansar un rato. También tiene mucho que ver el que estoy encabezonado en llegar a Benduelos, incluso me aventuro en los pensamientos en hacerlo hasta Pola de Lena. Esto supondría realizar una etapa de cuarenta kilómetros. Sin más me paro a descansar y pensar tranquilo qué hago.

 El descanso ha valido de mucho, física y mentalmente. Emprendo la marcha más animado. La zona que atravieso antes de llegar al cruce de Benduelos es magnífico. Monte bajo de un increíble color verde y pueblos pequeños en perfecta sintonía con el entorno, limpios y ordenados en toda su construcción. Es verdaderamente bonito. La rodilla sigue doliendo, algo menos, y lo voy sobre llevando. Decido entonces ir hasta Pola de Lena. Allí hay albergue. Estoy animado, pero con cierto temor a que la rodilla vaya a peor. De momento se va controlando. Pero me acaba rematando una larga bajada toda en asfalto.


Una preciosa zona unos kilómetros antes de Campomanes
    Ahora me encuentro bastante cansado y se me está haciendo largo. Sin más demora busco de nuevo en el móvil otro alojamiento. No estoy bien y ya sin remedio, voy a peor. Antes de Pola de Lena está Campomanes y en Booking encuentro algo muy chulo y barato. Me parece incluso mentira que por veinte euros haya reservado una habitación individual en lo que parece ser un alojamiento de cinco estrellas. Pienso en que haya gato encerrado y me aventuro a que me lleve una sorpresa una vez consiga llegar.

      

Y eso precisamente es lo que me pasa, que casi no consigo llegar. El dolor es muy fuerte ya. A falta de unos cinco kilómetros, quizá menos, el dolor es muy agudo y cojeo de manera exagerada intentando paliar este mientras también intento medio caminar con un mínimo de destreza. No llego nunca. Se me hace eterno. Estoy muy cansado. Y dolorido. Qué leches le pasa a mi rodilla. En una larga subida que no acaba nunca y donde la vegetación se encarga de entorpecer más aún mi desgraciado caminar adelanto a mi segundo avistamiento peregrinar. Una mujer extranjera de aproximadamente mi edad, y a un paso mucho más lento que el mío a pesar de la cojera, Tras un raudo saludo me dice, o medianamente le entiendo, que se dirige hacía Pola de Lena. Poco más puede hablar con ella por el inconveniente del idioma. Ni siquiera habla inglés. De todas formas, no la veo yo con ganas de entablar conversación con nadie. En poco más de un minuto decido continuar mi marcha, deseoso de llegar a Campomanes cuanto antes. La verdad que ya no puedo más y lo voy pasando realmente mal. Por la cabeza se me pasa ir al médico en el pueblo, si es que lo hay, o buscar la forma de volver a León a la mañana siguiente. Desde luego así, mañana será imposible dar un paso. Me encuentro algo decaído, pero ahora mi cabeza solo lucha contra la puñetera rodilla sacando fuerza de flaqueza de donde no la hay al igual que intenta mitigar el dolor de lo que parece una lesión bastante seria.

       Ahora es todo bajada hasta el pueblo. Entre árboles. Todo muy boscoso. Otro entorno precioso que esta vez no logro disfrutar. En un momento dado empiezo a bajar de una manera demasiado pronunciada para lo que se presumía sería el camino hasta Campomanes. Hasta que decido sacar el móvil y, ¡sorpresa! Me he equivocado. Con el dolor que tengo me dan ganas hasta de llorar solo de pensar en volver sobre mis pasos en esa criminal cuesta arriba hasta encontrar el desvío que me he pasado. Hay momentos en los que pienso que no lo conseguiré. Cuando a paso de tortuga llego al maldito desvío, ya casi está llegando la extranjera peregrina. Desde lo lejos nos saludamos con la mano en alto y, otra vez cuesta abajo, por fin llego al pueblo. Lo primero, busco una farmacia. Tarea fácil y compro una pomada. He decidido descansar como nunca lo he hecho. Ducharme, comer y descansar, solo descansar. No pienso en otra cosa.

       Paro en un bar y tomo un bocadillo y una coca cola, no puedo más y necesito comer antes incluso de llegar a la pensión. Con el estomago lleno quizá mi rodilla se recupere algo, pienso incrédulo. A los pocos minutos de estar sentado degustando mi bocadillo veo pasar a la lenta peregrina que me imita en una mesa de la terraza del bar. Sigue sin tener ganas de charlar. Yo tampoco tengo muchas.

 

Una fachada decorada en piedra y una bonita puerta de gruesa madera componen la entrada de la pensión Casa del Abad. El acierto al escoger este alojamiento es pleno. La atención que recibo por parte de la mujer de la pensión es desde el primer momento ejemplar. De esas personas que piensas que quedan pocas. Ya no es el trato con el cliente, es ella en sí. Las cosas se ven a veces muy rápido, sin necesidad de más tiempo, y esta persona está claro que es así. Una buena persona. Y eso, hoy día, es de admirar. Me hace la vida fácil nada más llegar. Me trata como a un marqués y se preocupa por mí en todo momento cuando le cuento mi odisea para llegar hasta allí por culpa de mi rodilla. La habitación que me ofrece por esos escasos veinte euros es la leche. Bonita, limpísima, cómoda. Todo un lujo para un peregrino que se conforma con muy poco y que tantas veces a dormido en albergues y, sobre todo, en refugios de montaña. Esto es otro nivel. Y me pregunto por qué lo de llamarse pensión. Me he alojado en multitud de establecimientos, en una barbaridad diría yo, y si digo por ahí que dormí en una pensión, seguramente todo el mundo pensaría en un lugar oscuro, ruin y casi, casi, con disparos cercanos en la calle. Pero esto era otra cosa. Lo que buscaba lo tenía. Si ahí no recuperaba mi rodilla, ya no tendría nada que hacer. Así pues, desde que entré en la habitación y me duché en su coqueto baño abuhardillado, todo el día entero y la noche fue única y exclusivamente para el descanso y masaje de mi rodilla. Solo salí a cenar. Momento que también aproveché para charlar con la simpática dueña de la pensión. Igual que me pasó con el veterano peregrino, no recuerdo ahora el nombre de ésta. Soy un completo desastre siempre para los nombres. Demasiado diría yo. Casi, casi para hacérmelo mirar.

       Cómo no, me ha dado datos de dónde coger mi tren de vuelta a León al día siguiente. A pesar de que intentaré de todas las formas posibles recuperar mi maltrecha rodilla, la realidad es que no estoy para muchos trotes, aunque eso sí, en la salida de la noche a cenar, he notado algo de mejoría. Mañana se verá. Me duermo muy cansado rezando a San Ibuprofeno y acto seguido la cómoda cama me atrapa sin compasión.

 

CUARTO DÍA (Campomanes-Oviedo, 42kms)

Antes casi de abrir los ojos mi pierna se dobla buscando si el dolor de ayer persiste. No duele nada. Me incorporo y tampoco duele. Me pongo de pie y tampoco. Ando por la habitación y lo mismo. No doy crédito. No me lo creo. Es magia. Es extraño. No lo entiendo. Pero es real.

 

Es temprano y la mujer no está en el alojamiento aún. Escribo una nota de agradecimiento por todo y se la dejo en el mostrador de la pequeña recepción antes de marcharme. Me da pena no poderme despedir.

 

Otra vez, con más miedo que vergüenza, comienzo a caminar. Cada paso es un suspiro de alivio al no sentir ningún dolor, al igual que pienso que es solo un paso más hacia eso mismo. Con el caminar lo más probable es que aparezca de nuevo. Después de lo vivido ayer, no espero otra cosa, aunque en el fondo soy optimista. Quizá demasiado. Dejo atrás Campomanes y su estación de tren también. La obvio. No quiero ni mirarla de reojo. Estoy dispuesto a llegar a Oviedo a pesar de los cuarenta kilómetros que restan. 

      

Esta etapa es mucho más llevadera que cualquiera de las tres que llevo. Así lo he leído. De momento hasta Mieres es llano excepto un corta pero empinada cuesta que lleva hasta una bonita ermita de estilo románico que hay no muy lejos de Campomanes. Atravieso Pola de Lena que es relativamente fea, o eso me parece a mí, y doy alcance de nuevo a la peregrina de ayer, que como me dijo, ha dormido allí. Ahora sí parece tener ganas de hablar y nos esforzamos en charlar en inglés. De repente se da cuenta que se le ha olvidado algo y casi sin decir nada sale corriendo en dirección contraria. Pues nada, parece que este camino no va a ser en compañía. No pasa nada. No me da pena. Continúo. Y no me duele la rodilla. Estoy contento.

       Pegado al siempre al río Caudal voy llegando a Mieres. Por esta zona hay mucha gente de los pueblos cercanos que pasea, corre o monta en bicicleta. Es una zona que se ha comido al Camino convirtiéndolo en una zona verde asfaltada para uso y disfrute de las personas que habitan en esta zona de la cuenca minera asturiana. Un hombre al verme con la mochila me pregunta si estoy haciendo el Camino del Salvador. Hablamos un ratito y me cuenta que él ya lo ha hecho además de otros más como el francés. El tío es alegre, dicharachero y derrama energía en sus aproximadamente cien kilos de peso. Tiene, a diferencia de la peregrina de Pola, muchas ganas de charleta. Me dice que el Camino es la caña, de lo mejor que hay, y hace hincapié en que se liga mucho, incluso algo más que ligar. De momento yo no experimento en mis carnes, ni una cosa ni la otra. Tras una pequeña pero agradable conversación en torno al peregrinar continúo mi camino.

       En Mieres paro a tomar un rico desayuno y mando una foto a mi compañero Samu que es de este pueblo, más bien ciudad, y que tantas cosas me ha contado de su vida en él hasta irse a vivir y trabajar a Madrid. Tardo un ratito en atravesarlo y nada más salir subo un puerto entero por asfalto. Desde allí se entremezcla es asfalto y los caminos, cada vez con más cuestas arriba y abajo, pero nunca tan largas como las de la segunda y tercera etapa. La rodilla va perfecta. No llego a comprender qué pasó ayer y cómo es posible que un dolor tan terrible haya desaparecido en solo unas horas. No doy mucho crédito, pero como es del todo favorable para mí, me lo tomo como un regalo y disfruto de mi ya seguro final en Oviedo.

 

Tras mucho caminar, en un momento dado, cuando lo intuía cerca, cuando casi ansiaba encontrarlo de una vez, diviso a lo lejos la meta. Ya puedo ver Oviedo desde una pequeña colina. Mi destino. Está conseguido. Qué guapo es el Camino.

       Oviedo desde la distancia es grande. Otra ciudad más, igual, de España, si no miras alrededor de ella. Aquí, a diferencia de otras como puede ser Madrid, el verde que tanto me gusta, abunda notablemente sobre el irregular terreno. De lejos no veo nada demasiado pintoresco. Pienso en que una vez dentro de ella, disfrutaré de sus calles y plazas durante el rato que recorra sus calles y disfrute su catedral.

       Poco a poco voy acercándome hasta que piso sus primeras avenidas. Encuentro algunas estatuas homenajeando a los peregrinos y con una de ellas me hago una foto. Como en toda ciudad, la periferia es solo eso, periferia. Debería ser sinónimo de anodino, insignificante. Pero adentrándome más, llego a lo más bonito de la capital de Asturias. Recorro sus calles en paz y orgulloso de haber llegado hasta aquí después de pensar que no sería capaz ni siquiera de comenzar a caminar por la mañana. De primeras me confundo y hago fotos a una iglesia creyendo que he llegado a la catedral. Es una plaza preciosa, pero me extraña un poco que no haya casi nadie. Una vez miro el plano que he cogido en la oficina de turismo que se encuentra en la misma plaza, me doy cuenta de mi error. Unos minutos más tarde llego a mi destino peregrino. San Salvador me espera en el interior de la bonita catedral astur. Es la Santa Iglesia Basílica Catedral de San Salvador. Tengo que entrar, previo pago, claro, y recorrer la totalidad de ésta en su itinerario turístico. Requisito indispensable éste para que me pueda llevar a casa el diploma correspondiente, la Salvadorana.

Feliz al lado de la catedral, Oviedo,
Llevo cuarenta kilómetros y estoy perfectamente. Parece que no haya andado. La rodilla hasta aquí es la de siempre, va como un tiro. Esto me vale para pensar en lo que he hecho, en lo que he vivido.

 

Es un camino corto. No es el Camino del Norte, ni el Francés. Pero es un camino increíble. Duro. Bonito. Digno de hacer alguna vez en la vida. Sobre todo, por todo aquel peregrino que haya realizado cualquier otro. Este trazado me ha abierto el corazón peregrino que tenía escondido y me ha invadido la necesidad de hacer otros Caminos más. Es como viajar. El que descubre el arte de viajar, de viajar libre, sin billete de vuelta, solo o acompañado, lejos o cerca, pero haciéndolo libre, solo piensa en repetir semejante experiencia, y cuanto antes, mejor. Aquí pasa exactamente igual. Te embriaga todo de tal forma que sientes dentro de ti que solo ha sido un Camino, y que habrá muchos más. Yo me doy por satisfecho con esta toma de contacto con el itinerario de fechas amarillas, mojones y cochas por doquier. Ha sido mi bautismo. Un pistoletazo de salida. Voy a disfrutar el camino muchas veces más. Sin duda.

 

Bajando hacia la estación de tren para volver a León recibo la llamada de la mujer de la pensión de Campomanes. Está preocupada por si he llegado a Oviedo y su tono de voz así lo demuestra. No cabía duda. No estaba equivocado con ella cuando supe que había descubierto a una gran persona. Contento le digo que he llegado hace un buen rato, y ella, igualmente contenta que yo, así me lo hace saber con la buena nueva que le acabo de dar. Qué contento me siento. Todo es positivo. Y cuando todo es así, el resto importa poco. Hay que vivir exprimiendo estos momentos.

       Un bonito y lento recorrido en tren me lleva cansado y contento de vuelta a León.

 

 

PD. El albergue de León ha resultado estar a tomar por saco desde la estación del tren. He andado una barbaridad y he sumado una buena cantidad de kilómetros más a mi etapa del día. He llegado reventado. El éxtasis de Oviedo desapareció en el tren y con su chacachá entré en modo relajación total. En medio de la fiesta nocturna de la ciudad me metí, mochila a la espalda y sudor a espuertas, en un bar a rebosar de jóvenes, en busca de una merecida cerveza. Ni vergüenza ni nada que se le pareciese. Para adentro y a la barra. Refrigerio del bueno y para el albergue en pleno Barrio Húmedo. Un lugar tranquilo, pero con el trasiego del Camino de verdad. Muchos peregrinos. Quizá demasiados. La comparación con lo vivido es notable, pero el ambiente me gusta, aunque creo que he acertado en la decisión de haber hecho el del Salvador. Una visita nocturna a la catedral, un bocadillo y una cerveza en el Barrio Húmedo y un paseo por esta preciosa ciudad son la culminación a cuatro intensos días entre León y Oviedo. Siempre quedará en el recuerdo. Ya forma parte de mi corazón.

       Al día siguiente salí en dirección a Posada de Valdeón y realizaría el camino del Cares en su totalidad, hasta Poncebos y vuelta, además corriendo los 24 kilómetros de todo su precioso trazado. Esto será otra crónica, por qué no. El Camino y sus kilómetros te cansan, en ocasiones hasta te machacan, pero te ponen fuerte como un titán. Fuerte en cuerpo y mente.  Y esto último vale oro.

 

No cambio lo vivido por nada. Si acaso, solo por vivirlo otra vez.